lunes, 8 de diciembre de 2014

LOS STILETTOS DEL DESEO por Fátima Ricón Silva

                                                   


LOS STILETTOS DEL DESEO
                                             



                                                     


   Fui durante dos años enfermera de “pin y pon” o de “pon y pin”, es decir, hoy te pongo y mañana te quito, hasta que me asenté como enfermera de “pon”, definitiva, en el Hospital Intermundis. Años han transcurrido desde que ejerzo mi actividad laboral en este lugar.
     
¡Ya son las tres de la tarde! estoy dando carpetazo a la jornada laboral. Todos los días el mismo turno, por las mañanas. Una auténtica privilegiada, siendo enfermera como soy, estoy exenta de los cambios de turno porque tuve mucha suerte, mucha, mucha suerte. Me ayudó mi fantástica habilidad para aprender idiomas, domino el francés, inglés, ruso, griego e italiano. Y por el carácter internacional del hospital es necesario que algunas compañeras y yo trabajemos por la mañana para atender los ingresos, que siempre se conciertan en ese horario, y practicar las curas a los pacientes extranjeros. Enfermeras políglotas y refinadas. Así somos.

Mi trabajo como enfermera en el Hospital Intermundis me reporta muy buenas experiencias. 
Es un hospital privado, pequeño y elitista radicado en el centro de Madrid. Los pacientes habituales a los que atendemos son miembros de las casas diplomáticas, sus familias, políticos, artistas y personas con gran capacidad económica.
Estamos saturados de trabajo. Por ello no me aburro. No. Al contrario tengo normalmente mucho que hacer y poco tiempo para desaprovechar. Y hago, a parte de las funciones intrínsecas de la enfermería, diversas funciones de relaciones públicas.

Trabajar con este tipo de personajes me ha condicionado en varias ocasiones porque a menudo son caprichosos y exigentes, inconscientes que piden auténticas barbaridades, creyendo que somos sus sirvientes en lugar de sus cuidadores. Sin embargo algunas situaciones desencadenadas por mí misma me han reportado mucha satisfacción. Cómo esta que os voy a relatar.

Mi vida personal es muy normal y común. ¡Vamos la de cualquier mujer madura trabajadora por cuanta ajena! Estoy casada y tengo dos hijos adolescentes. Un par de varones, o queriendo ser ordinaria, dos pares de cojones a los que las hormonas tienen totalmente descontrolados. Antaño eran unos deportistas increíbles que se han transformado en una pareja de desalmados que no hacen más que pedir dinero y salir de juerga. Pero a pesar de todo siguen respondiendo bien en el instituto y van cumpliendo con buenas notas sus responsabilidades como estudiantes. Actualmente no les exijo mucho más. ¿Qué les puedo pedir? 

El otro varón que acompaña mi vida, mi marido. Un pobre hombre, o queriendo ser ordinaria, un calzonazos, aburrido y muy trabajador. Un señor que hace bastante tiempo que se le olvidó que tenía que vivir, y que se deja llevar por la apatía y el desencanto sin hacer nada para cambiarlo. Un gusano encantador con pocas aspiraciones o ninguna. Un bendito maduro.
Somos como dos hermanos bien avenidos. 
Vive y deja vivir, es nuestro lema. Y así lo hacemos. Vivimos nuestras vidas paralelas. Unidos pero sin interferencias entre ambos.



   Esta tarde tengo que ir a recoger unos zapatos de una paciente del hospital.
Me he ofrecido para hacerle el encargo. Está ingresada en el centro hospitalario debido a que le han extraído un nódulo de grasa que tenía en una muñeca. Mañana le dan el alta y va derecha a cumplir un compromiso muy importante en una embajada.  Es la esposa de un diplomático. Cuando estaba practicándole las curas se hallaba preocupada recordando que había mandado traer todo lo que precisaba para acudir al evento: el vestido, el clutch, incluso una peluquera-maquilladora había sido citada en la clínica para que la arreglase, pero los zapatos aún se encontraban en la zapatería porque eran unos exclusivos stilettos que llegaban hoy de París, y había olvidado dar la orden de recogerlos a su asistente doméstico.

Mientras yo solícita le curaba, a pegado un respingo en la cama, y alarmada le he preguntado:

   -¿le he hecho daño?

   -No, disculpe, es que acabo de recordar algo importante, necesito telefonear urgentemente.

   -Pero qué le ocurre, quizá le pueda ayudar, -me he prestado solícita.

Y es cuando ha mencionado el tema de los zapatos.

En ello, iba a coger el teléfono para llamar a su ayudante y yo le he interrumpido:

   -no es necesario, no le llame, yo misma se los recojo y mañana cuando venga a trabajar se los traigo. 

   -No es necesario que se moleste, llamo a Rigoberto y le indico que vaya a buscarlos y los traiga al hospital.

   -De verdad, no es ninguna molestia. Tengo que ir al centro hoy y lo haré encantada.

   -No quiero importunarla, es usted muy amable, Carlota. 

   -No supone ningún inconveniente.

   -Gracias, se lo agradezco.

   -No tiene porque agradecer nada.

   -No tiene más que indicar que va a recoger los zapatos de la señora Williamson, y se los entregarán sin ningún problema. Buscó en su cartera y me entregó una tarjeta con la dirección de la tienda.

   -Bien, mañana tendrá aquí sus zapatos.

   -Gracias. Es usted tan atenta.

   -De nada señora Williamson.

Me despedí para continuar con la ronda matutina.



Al salir del hospital una bocanada de calor agrio me golpeó el rostro. Hacía un día muy caluroso. El ambiente estaba impregnado de un polvo seco que rascaba la traquea al respirar. Rápida me he dirigido al parking del hospital en busca de mi automóvil. Deseaba poner el aire acondicionado.
Había comido un frugal almuerzo en la sala de enfermeras y no necesitaba parar para comer, por lo que decidí ir directa al centro. 
Fui a la peluquería y cuando terminé me acerqué a la prestigiosa zapatería de lujo a recoger los zapatos.
La tienda era magnífica. Un amplio espacio de superficies blancas, brillantes, con pequeños anaqueles en los que se exhibían, como si fuesen obras de arte, los zapatos. Los precios no se divisaban por ningún sitio, ¿pero que demonios le importaba el importe de unos zapatos a los clientes que podían costearse un par o varios, en aquel establecimiento?

Las dependientas iban rigurosamente vestidas de negro y con una cola baja recogían sus cabellos. Impecables e impolutas.
Precisamente, en ese instante, se hallaba una señora de edad madura probándose zapatos. Dos diligentes señoritas le atendían, mientras una, arrodillada, le calzaba y descalzaba los zapatos, la otra atenta sujetaba el próximo candidato a valorar y exhibir.
Otra tercera apareció tras una puerta con una copa de champagne en una minúscula bandeja para ofrecérsela a la señora.

Me acerqué hasta el mostrador, un poco asqueada de tanta bobería, y solicité los zapatos de la señora Williamson, mostrando, al mismo tiempo, la tarjeta que me había entregado.
La señorita recogió la tarjeta sin tan siquiera mirarla y girándose se dirigió hacia una estancia. En tres minutos regresó con una fantástica bolsa de tela negra, con el logotipo de la tienda, en cuyo interior se adivinaba un bulto en forma de cubo.
Me acercó la bolsa y esbozando una sonrisa me dijo:

   -aquí tiene usted. Muchas gracias y transmita nuestro saludo a la señora Williamson.

   -De nada, así lo haré, no se preocupe.

Salí de la tienda mirando de soslayo el calzado con los cuales, la potencial candidata a una adquisición, vestía sus pies en aquel momento. Eran absolutamente divinos. Unas sandalias doradas con incrustaciones de cristales tallados  de brillantes swarosvkis, una pequeña joya delicada y distinguida. Sin embargo los pies anchos y “viejunos” de la cliente le restaban belleza y encanto. Las vendedoras cantaban falsas alabanzas profesionales lo primorosas que se veían las sandalias en sus pies. ¡Ahhh, el puro negocio!
¡Qué refinadas lucirían en mis pies, cuidados y perfectos! Jajajaja.

Me sentía cansada y pensé en ir a casa directamente. Tocaba lidiar con mis dos becerros. Hoy, el mayor había tenido examen de matemáticas y seguro que estaría sobre excitado. Los exámenes la alteraban mucho. Pensé en organizar una cena rápida que con toda seguridad les agradaría. Unas pizzas excelentes que, de camino, compraría en una pizzería cercana a mi domicilio. Mi marido no iba poner ningún inconveniente, con tal de llevarse algo al estómago; y yo con una ensalada liviana iba aviada. Algo tengo que hacer para mantener este cuerpo estilizado e impecable que me da tantas alegrías.

Cincuenta años cumplí hace dos meses y físicamente me encuentro estupenda. Delgada, con la carne firme; asidua, como mínimo, cuatro días semanales al gimnasio, bien formada, con unos senos que aún no han sucumbido a la ley de la gravedad y un culito respingón que sé qué es mi punto fuerte. 

Tuve conocimiento de una anécdota curiosa hace unos meses en el hospital referente a mi trasero. Descubrí a un doctor del hospital haciendo comentarios al respecto, y confesando que había sacado una foto de mi trasero una tarde cuando salía de trabajar y yo caminaba delante suya con unos ajustados jeans. Además confesó que la tenía como fondo de pantalla en el ordenador.
Fue divertido escuchar aquella conversación que corroboraba mi sentir y mi parecer acerca de mis nalgas respingonas. 

Psicológicamente también me encontraba bien. Ni los primeros vestigios de una menopausia inminente me alteraban en absoluto.
Cuido mi mente y mi cuerpo con mimo y deleite. Siempre pensé que pasara lo que pasara nunca iba a dejarme caer en la desidia personal ni mental. Y hasta ahora lo estaba consiguiendo. Me quiero muchísimo, siempre lo he hecho. Y no es tarea sencilla, porque no siempre una puede controlar al cien por cien las alteraciones que te regala la vida y afectan sí o sí. Es necesario aceptarse a sí misma para poder amar y aceptar a los demás.

Llegué a casa con la ostentosa bolsa de la zapatería. Mis hijos la miraron un tanto extrañados, mi esposo la ignoró por completo.
Adrian, el mayor me tiró un dardo dialéctico:

   -Mamá, ¿No tendrás un amante que te adule con “manolos” de lujo? En esa zapatería, tan sólo por entrar, tendrías que dejar todo tu sueldo como fianza. 

Le miré desdeñosa. Ya estaba el niño estresado soltando adrenalina inapropiadamente.

   -No cariño, -le azucé con sorna-, mi sueldo, justo sirve para pagar la bolsa que los contiene. Los zapatos espero que me los regales tú con la primera nómina astronómica a la que aspiras. Eso por supuesto cuando finalices los estudios que pago yo, (y subrayé el yo con un gesto de mi dedo pulgar señalándome a mí misma), con mi raquítico salario.

Mi hijo ha enmudecido. Sabe que si él no tiene pelos en la lengua, yo muchos menos. Es un calco mío, mordaz e hiriente cuando lo desea, pero aun es un aprendiz y yo le doy mil vueltas.

   -Para tu información he hecho un examen de sobresaliente, -añadió al transcurrir unos minutos para quebrar la tensión.

   -¡Eso es lo mínimo que te exijo, sobresalientes!, -y salí del centro conflictivo efectuando un chasquido fastidioso con la lengua.

Dejé las pizzas encima de la mesa de la cocina y fui a mi habitación a ponerme ropa cómoda para pasar el fin de la jornada.
Tras cenar en familia, todos abandonaron la cocina de estampida. Como todos los días me quedé sola. Sin embargo esperaba a diario ese momento de soledad. No me importa recoger, sin ayuda, los trastos de la cena. Es el canon que tengo que pagar para disfrutar de ese momento conmigo misma. Ultimamente tengo temas interesantes en los que pensar. De este modo salgo de mi propia rutina, inmersa dentro de la rutina familiar, reviviendo acontecimientos experimentados en los últimos meses. Auténticas aventuras que me hacen sentir más viva que nunca. Sin remordimientos, pues los efectos positivos que me causan no dan lugar a que me auto reproche nada. ¡Qué me quiten lo “bailao”, que bien “bailao” está!

Hace un año y medio que ocurrió por primera vez.

El reloj apuntaba a las doce cuando decidí acostarme.
Alberto, mi esposo, resopla como un cerdo constipado. Le miré con ternura. Todavía le quiero, de un modo especial, diferente al de hace unos años, pero le quiero y le necesito cerca. Además siento un afecto adictivo hacia él. Jamás le abandonaría. Nunca. Le besé en la frente suavemente y me recosté a su lado.
Puse el despertador para las siete de la mañana y dormí plácidamente toda la noche.

Piiiiiii, liiiiiii, liiiiii, el soniquete del reloj me despertó. Alberto ya no estaba a mi lado. Cada día madrugaba más. Pero hoy no había sentido cuando había salido de la cama, ni tan siquiera había  reparado en el bendito beso fraternal con que me obsequiaba todas las mañanas.
Una ducha rápida y me he acercado a la cocina embutida en mi bata de algodón. Mis hijos estaban desayunando y mi desayuno estaba calentándose en el microondas, y las tostadas en la tostadora. Observé mi lugar en la mesa, con la mantequilla y la mermelada que me gustaba, con mi cuchara favorita perfectamente colocada. Es el mimo que me hace toda mi familia a diario: prepararme el desayuno. 

Hoy me he dedicado a acicalarme un poquito más de lo habitual. Me he embadurnado todo el cuerpo con una exquisita crema corporal perfumada y he elegido mi ropa interior con especial cuidado. Un conjunto de satén y terciopelo azul noche, maravilloso y sofisticado. Nunca se sabe que puede pasar. Intuía que podía suceder algo. Conocía el horario que tenía él hoy. Coincidía con el mío, justamente como en las anteriores ocasiones. 

Uno a uno, todos fuimos saliendo disparados a cumplir nuestras respectivas obligaciones.

Recogí los zapatos de la señora Williamson y mi bolso y, me fui a trabajar como todos los días.
El tráfico estaba insufrible y me armé de la dosis de paciencia necesaria para evitar llegar al hospital loca de los nervios. Puse música zen y me dediqué a hacer meditación “in itinere”, es decir, a pensar en las musarañas.


He llegado al hospital tranquila y segura de mí misma. Como siempre. Aunque hoy he sentido un cosquilleo peculiar en la boca del estómago. Un hormigueo placentero e intrigante.

He acudido a la sala de enfermeras a tomar un café antes de cambiarme e iniciar la jornada laboral.
Allí estaban todas mis compañeras con el uniforme puesto y listas.
Unas charlando, otras leyendo el periódico.
Riendo, nos hemos relajado unos minutos hasta que yo las he tenido que abandonar para acudir a los vestuarios a cambiarme.
He entrado en la estancia. Estaba vacía.
He vuelto a experimentar unas palpitaciones en el estómago. Ahora más vertiginosas y potentes. Cuando caminaba por el pasillo he sentido su aroma. Él también ha llegado.
Relajada me he desvestido y he observado mi cuerpo en un espejo de pared de gran tamaño adosado en la pared. El tanga azul noche me sienta divino y el sujetador a juego me recoge los senos con tanta perfección que mis tetas parecen dos esculturas talladas por el mismísimo Miguel Angel. He sonreído internamente ante semejantes cavilaciones. Me quiero tanto ….. . Soy una mujer tan segura de mí misma que incluso yo, a veces, me asusto. Esto no debe ser muy bueno.
Me he puesto la chaquetilla blanca del uniforme y he escuchado un leve ruido proveniente de la puerta. 
Alguien estaba observándome.
Las mariposas revoloteaban alteradas en mi interior. 
He aspirado con fuerza y un tenue aroma a fragancia masculina me ha llegado. Una fragancia familiar.
Un perfume que he reconocido inmediatamente. El perfume que había advertido en el pasillo. El perfume habitual de él.

Alguien miraba, quería ver. Yo me exhibía, quería mostrar.
Auguraba un encuentro salvaje y vibrante. Una aventura ansiada pero no buscada ni provocada explícitamente. Una huida de la monotonía. Un choque pasional entre dos amantes extraños. Una relación que realmente no lo es. Una necesidad mutua de amar superficialmente. Un afán por satisfacernos, mimarnos, sin intereses añadidos. 

He pensado en escenificar una especie de vodevil para provocar al portador de aquel perfume varonil. Voy a ser vedette de mi propio cabaret y de mi propia obra, por unos momentos.
E instintivamente he decidido calzarme los zapatos de tacón kilométrico de la señora Williamson. Aún no me había molestado en curiosear el modelo pero probablemente serían unos ejemplares magníficos. Sarah Williamson era muy de tacones interminables, tacones lejanos como la película de aquel director del que no recuerdo su apellido. Hasta las chinelas que tenía eran con una cuña importante.
He sentido como la puerta se entreabría un poco más. Un resquicio diminuto me dejaba augurar el brillo de unos ojos negros que miraban expectantes.
He tomado los zapatos y he me quedado maravillada ante su extraordinaria belleza. He colocado uno en la palma de una mano y con la otra mano he ido girándolo para percibir su notoria sublimidad. Un par de stilettos negros con un corazón de purpurina roja tatuado en la zona del talón. La suela de color rubí al tono con la decoración del zapato. El tacón fino y largo como el anhelo que bullía dentro de mí en aquellos instantes. De punta afilada, erótica y sugerente. El cuero fino y brillante emitía destellos que me han mantenido unos segundos hipnotizada.
He pasado lentamente la punta de la lengua por mi labio superior, a sabiendas que era observada.
Me he volteado y de espaldas a la puerta he iniciado la ceremonia para calzarlos en mis pies. He elevado con elegancia mi pie. Primero el derecho. Me he inclinado levemente y al doblarme el faldoncillo de mi camisola de enfermera se ha alzado y la parte inferior de mi turgente trasero ha quedado al descubierto.
He escuchado atentamente.
Una serie de inspiraciones entrecortadas, enardecidas por el deseo, me han alcanzado.
Respiración agitada que ayudaba a atizar las brasas de mi deseo creciente.
He cogido el zapato izquierdo y he repetido la operación. Con mucha delicadeza, lentamente. Repitiendo el ritual mi culito ha vuelto a asomar bajo la nívea chaquetilla sanitaria.
Ahora he percibido como se abría la puerta. Como penetraba diligente en la estancia. Y a continuación he sentido como la cerraba y acomodaba el cerrojo para evitar que alguien entrase.
Yo continuaba sin girarme, pero de soslayo he visto su sombra cálida.
Me sentía como una ninfa encima de aquellos interminables tacones que alargaban mis piernas hasta el punto más sexy e insinuante. Y solo pensar en el efecto que produciría mi imagen al “extraño conocido” que me acechaba, me exacerbaba  la libido a cotas imprevisibles.
Mi respiración también se estaba desbocando.
Los primeros signos de apasionamiento iban desmandándose rebeldes.
En unos segundos tenía adosado a  mi trasero el “paquete” del Doctor Nelson.

El doctor Nelson Hilton. Un hispanoamericano afincado en la ciudad. Un hispanoamericano en mi vida. Bueno, en aquel preciso instante, un hispanoamericano en mi culo. He apretado las nalgas hasta dejarlas como dos caparazones de tortuga, pétreas y compactas. Él restregaba su pene por mis glúteos alomados.

Me ha abrazado estrechándome por detrás y, al mismo tiempo me ha estrujado con sus manos los pechos, con turbadora pasión. Amasándolos con cierta rudeza propia del arrebato del momento.
He respirado hondo y he cerrado los ojos. Quería recrearme con aquel encuentro al cien por cien. Como siempre me gustaba hacerlo.

Es el tercer tropezón sexual que tengo con Nelson en un año y medio. Aparentemente casuales, realmente estudiados a través de un diálogo de señales mutuas, con miradas, sonrisas, palabras amables, halagos, y un sin fin de signos no expresos que surgen de modo mágico en la senda de la pasión y el deseo. Porque aquí no hay amor, es una pura atracción descontrolada y el gran deseo de gozar, con el añadido de la casualidad y la causalidad. Un romance carnal en toda regla con el suspense propio de la incertidumbre. Un aquí te pillo, aquí te poseo.

¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué ha actuado de un modo determinado ante una circunstancia, pudiendo o debiendo haberlo hecho de otra manera? Y no ha sido capaz de razonar una respuesta. El raciocinio se esfuma dejando paso a la impulsividad íntima y personal. No tengo ni puñetera idea del motivo por el que he sucumbido a las artes de Nelson. 
Bueno sí, bueno no. Jajaja. Soy una complicada mujer, diría ante semejante titubeo un hombre. Pero siento la confianza de que alguna otra mujer puede comprender esta vacilación de mi pensamiento.
Durante estas cavilaciones liviano-profundas, puesto que mi concentración y mi atención real está puesta en estos instantes en otro lugar, Nelson inicia una letanía de besos suaves y esponjosos a través de mi cuello. Su boca como un escalador de alturas alcanza mi lóbulo y me mordisquea la oreja con delicadeza. Su aliento dulce es expulsado jadeante, revelando su ansiedad erótica a través de sedosos resuellos que rozan mis sentidos explotándolos hasta el no va más. Esos soplos tibios, acariciando mi piel, funcionan como si una pluma me rozase y me producía tal ardor interno que iba a derretirme de un  momento a otro.

Todo este fragor sexual, esta tensión no hacía sino que multiplicar mis deseos de hacer disfrutar a Nelson al mismo tiempo que yo.
Me he contoneado ligeramente y con mis movimientos alevosos y flagrantes iba provocando que el sexo de Nelson se fuera inflamando hasta el punto de estallar. El hilillo de mi tanga, se dejaba acunar por el exultante  pene de Nelson, oculto todavía bajo su pantalón.
Se ha separado sutilmente y he apreciado que bajaba la cremallera de su pantalón. Y ha regresado a mí.
He aflojado los glúteos y Nelson ha aprovechado para jugar más libremente. Ascendiendo y descendiendo delicadamente entre el espacio que abriga mis nalgas.
He agarrado sus manos y le he animado a que prosiguiese sobeteando mis tetas con una mano y he dirigido la otra hacia mi sexo, el cual se fundía, húmedo, complacido por la fogosidad.
Ha apartado hacia un lado la braguita y con sus dedos ha recorrido mi monte de Venus, coqueteando con el sedoso vello de mi sexo. Tras ese devaneo, ha ido descendiendo hasta mi entrepierna y sus dedos han galanteado con mis labios hasta llegar al clítoris, al cual ha obsequiado con una serie de fricciones y caricias que me han llevado al mismísimo cielo.
Emitía pequeños gritos, intermitentes, de pura pasión.
Nelsón, orgulloso, me dijo dulcemente:

   -¿Te gusta? ¿Te gusta? 

No podía hablar, estaba profundamente concentrada y le he respondido con un mimoso “mordisquillo" en una mejilla. La masturbación me ha elevado a una serie de  micro orgasmos continuados.
Pero quiero más. Las cosas no van a quedar así. Quiero mucho más.

Mi cuerpo me solicita que sea ahora yo la que tome la iniciativa y pase a la acción activa. La desidia a la que me había abandonado llegaba a su fin. Iba a ser receptora y donadora de gozo. Me sentía tan agradecida por el placer que terminaba de proporcionarme y quería corresponder. Quería sentir el placer de dar placer. Para conseguir placer regalando placer al otro.

Me he girado e inmediatamente él ha comenzado a quitarme la camisola. La prenda ha caído a mis pies y de una ligera patada la he enviado al otro lado de la estancia.
Me ha mirado admirando mis curvas.
Y nuevamente y con gran ímpetu me ha abrazado.
Yo he recibido su abrazo agarrando su trasero con ambas manos y oprimiéndolo con vehemencia le he provocado una divertida y sensual carcajada.
Me he desembarazado de su abrazo con un ligero y seductor empujón y he iniciado el  desabroche de la bata al doctor. Vestía debajo una camiseta blanca que le he arrancado sin vacilación.
Sus abdominales han quedado al descubierto. Le he examinado detenidamente. Magnífico cuerpo, he pensado. 
Un camino de vello oscuro que iba desde su ombligo en dirección a la cintura del pantalón me ha indicado el trayecto que debo seguir para alcanzar el núcleo del deleite. Superfluo indicio, ¡cómo que no sabemos por dónde llegar al pene de un hombre!

El ambiente ha quedado impregnado del turbio e intangible aroma a sexo puro.

Absolutamente ebria de delirio amoroso, he procedido a desabotonar el botón de su pantalón y he introducido la mano bajo su slip hasta alcanzar su miembro viril, hinchado, caliente, duro como un diamante, vivo y travieso. Envanecido por la pasión.
Nelson ha entornado los ojos y con la boca entreabierta ha permitido que los movimientos rítmicos de mi mano le aportasen aun más excitación.
Esta fase del juego se ha prolongado unos minutos. El permanecía laso, dejándose hacer. Relajado. “Disfrutón”.
Se ha dejado seducir de plano.
Su respiración iba siendo cada vez más agitada y pronunciada.
Presentía que no iba a aguantar mucho más.
Con mucha suavidad ha retirado mi mano de su sexo y apartándose ligeramente se ha desprendido de su pantalón y de su ropa íntima.
Le he observado. Su miembro enhiesto, crecido, apuntando hacia mí me invitaba a que me apoderase de él. A que le albergase en la prisión del amor que se situaba entre mis muslos.
Yo seguía en ropa interior y con los stilettos del deseo puestos.
Soy consciente de que estoy más que apetitosa. 
Me ha cogido por la cintura y me ha impulsado con fuerza para que yo pudiese acceder de un salto hasta su sexo. He quedado amarrada a él. Abrazados. Mis piernas le encadenaban rodeando su cintura.
Me ha sujetado por las nalgas con sus grandes manos. Yo me asía fuertemente a su cuello.
Tras un vehemente movimiento, sorteando la tirilla de tela del tanga, su pene se ha deslizado en mi sexo fácilmente. La excitación y el deseo habían hecho su función, lubricando ambos sexos y asegurando una perfecta penetración.
Ha comenzado la danza. Como una lucha personal de cada uno para obtener el éxtasis. Poco a poco la coreografía se ha aunado al compás y, una amalgama, rítmica y conjuntada, de movimientos medidos han fructificado en la búsqueda de la satisfacción sexual mutua.
Acoplados a la perfección íbamos encaminados a lograr el clímax.

En la algarabía del goce un ligero tambaleo ha hecho que casi perdiésemos el equilibrio en plena faena sexual.
Se ha aproximado a una esquina de la habitación y posándome sobre una mesa alta hemos proseguido la dulce y sugestiva gimnasia sexual. 
Embestía una y otra vez, con movimientos cada vez más acelerados y yo respondía al mismo nivel.
Un coro clásico, semi-silencioso inicialmente, de resoplidos, sofocos, gemidos, monosílabos, iba creciendo, descontrolando, conforme la acrobacia erótica se iba agudizando, llegando a mudarse en un desmadrado grupo de gospel en pleno delirio.

Estábamos sudorosos, gratamente sofocados.
Buscando la culminación de aquel encuentro casualmente fortuito pero circunstancialmente esperado y buscado.
Y llegó. El ansiado clímax. El éxtasis. Primero se rompió él en mil pedazos de placer, en mil fragmentos de pasión; y unos segundos después fui yo la que se derritió plena de lujuria entre sus brazos.

   -Sigue, sigue, no ceses de moverte, no pares, ¡Ah!, -le susurré queriendo prolongar el coito.

Nelson obediente continuó su movimiento con una ligera disminución del énfasis.
Yo he comenzado a moverme de nuevo, desesperada por conseguir un tercer orgasmo. He agarrado sus nalgas para dirigir el movimiento de sus caderas a mí exclusivo gusto. Estoy tan caliente que ha llegado inmediatamente y de improviso, como llega siempre por sorpresa, cuándo menos lo esperas, cuándo más lo esperas.
He exhalado un suspiro de inmenso placer y le he arañado la espalda como una felina demente. Pretendía que el dolor físico de los rasguños le reactivase para que pudiese y quisiese seguir arremetiendo contra mí para lograr mi satisfacción por cuarta vez.
No ha podido ser.
Estaba agotado sexual y físicamente. Me había cargado en brazos al empezar la función y había hecho un notable esfuerzo.
Le he abrazado tiernamente.
Sin embargo he seguido contoneándome, mimosa, melosa y restregándome contra su miembro otrora hinchado de placer, ahora flácido también consecuencia del placer.
Me ha mirado a los ojos.
Le he sonreído y he rozado mis labios con mi lengua, ansiosa.
Él ha comprendido.

   -¿Quieres más, viciosa?

   -Sí, -he susurrado embriagada de deseo-, sí.

Me ha acariciado la boca con un dedo, bordeando el contorno de mis labios rojos y apetitosos. Me ha introducido el dedo en la boca y yo, con lascivia, lo he lamido.
Ha ido descendiendo lentamente ese dedo húmedo por mi cuello, mi pecho, mi vientre y cuando iba a llegar a mi sexo, se ha dejado caer y arrodillándose ha sumergido su boca en mi sexo. Iniciando un vendaval de succiones, caricias, lametones y centrándose en el clítoris hasta que he vuelto a sentirme entre las estrellas y me he convertido en parte de todas las constelaciones otra vez.
Agotada me he dejado caer a su lado. Abrazándole.

Seguimos abrazados unos minutos más.
Nos levantamos llenos de caricias.
Nos besamos. Unos besos húmedos que representaban la rúbrica del éxito del encuentro.
Nuestras lenguas se rozaban, se entrelazaban, se peleaban por agradar. Nuestros labios se adherían como si tuvieran unas piedras de imán en su interior.

Hemos ido deshaciendo el abrazo lentamente. Como si no deseáramos quebrantar aquél delicioso y furtivo instante.

Yo seguía imponente con los stilettos del deseo calzados y me sentía como una madonna lasciva.
Nos hemos distanciado treinta centímetros, y frente a frente, hemos mirado en el fondo de nuestros ojos, agradecidos por lo que acabábamos de vivir, por lo que nos habíamos ofrecido y regalado recíprocamente.
Nos hemos alejado un poco más y me ha mirado de arriba a abajo.
Ha esbozado una sonrisa franca y abierta y me ha dicho en un tono susurrante:

   -Bellísima. Y los zapatos hermosos y maravillosos. Te hacen aún más deseable.

Me he sonrojado levemente. No precisamente por el piropo que me acaba de dirigir, sino porque los zapatos no eran míos y me había apropiado de ellos y los había utilizado temporalmente. 
¡Sí los stilettos hablaran! La señora Wiliamson se escandalizaría, o tal vez no.
Me ha tomado una mano y me ha alentado a rotar sobre mi misma para contemplar mi cuerpo.
Yo coqueta me he girado con gracia y he levantado un pié mostrando la parte del talón del zapato, coronado por un primoroso corazón rojo.

   -Absolutamente adorable, -confirmó con convencimiento.

   -Gracias Nelson, -le contesté-, ¿No crees que debemos vestirnos? Nos van a descubrir. Tenemos que ir a cumplir nuestras obligaciones.

   -Sí, somos un par de temerarios viciosos y disolutos, -dijo risueño.

Me cubrí la cara con las manos fingiendo un rubor que no sentía.
Y reímos al unísono.

Nos vestimos presurosos.

Me descalcé los zapatos y Nelson cogió uno y le plantó un sonoro beso con gracia.
Ambos soltamos otra carcajada distendida.

Antes de despedirnos le formulé una pregunta:

   -Nelson, tengo una curiosidad,¿todavía tienes mi trasero de salva pantallas?

Soltando una gran carcajada contestó:

   -¿Y tú como sabes eso?

Me mantuve silenciosa con el gesto interrogante.

   -Sí, -me contestó-, y después de este encuentro por siempre y para toda la eternidad..

Y guiñándome un ojo, me plantó una palmadita en el “pompis" y se marchó, no sin antes vigilar cauteloso que no hubiese nadie por allí.

He recogido los zapatos y los he limpiado con un paño suave.
Los he contemplado con aprecio antes de devolverlos a su caja. Los he cogido entre mis manos asidos por los tacones y mirando los caprichosos corazones con arrobo también los he besado y añadido:

   -Gracias stilettos del deseo. Habéis sido el fetiche perfecto para la ocasión. Sois divinos. Espero que viváis momentos tan felices con vuestra auténtica propietaria como conmigo. Y mi agradecimiento también para la señora Williamson, por supuesto.

Y salí precipitada hacia la habitación de la mencionada señora para entregarle los stilettos del deseo sin más dilación.

Soñando con el próximo encuentro…… . Y evocando la aventura recién experimentada para recogerla en el historial de mi solitaria rutina doméstica. Un nuevo fascículo que me alimentará con su recuerdo.






                            © Fátima Ricón Silva



No hay comentarios :

Publicar un comentario