CAPÍTULO II DE LA GUINDA DEL PASTEL

Os muestro el capítulo II de mi novela LA GUINDA DEL PASTEL. A ver que os parece.




II


Cuando llevaba unos meses trabajando en la aseguradora,
después de ahorrar unos pocos euros, decidí
independizarme. Las comisiones por mis ventas me
habían permitido hacer un pequeño saco de pasta. Tenía
edad sobrada y ganas de hacer mi vida, así que me puse a
buscar un piso de alquiler cercano a mi lugar de trabajo que
me permitiera ir caminando y evitar utilizar transporte. No
tenía coche, sí permiso de conducir que me había sacado
con dieciocho años. Pero desde el día en que lo aprobé, no
había vuelto a conducir, es decir, que no tenía ni puñetera
idea de manejar un coche. Como era consecuente de mis
limitaciones, no se me ocurriría coger uno sin antes pasar
por la autoescuela y hacer unas prácticas.

Era muy calculadora; mi sueldo inicial era mileurista
más comisiones, y me gustaba vivir bien. Después de dos
meses de independencia, comprendí que debía buscar una
compañera de piso para compartir gastos. De esta manera
podría llevar un tren de vida de viajes, parrandas, compras y
demás caprichos. En mis planes sólo se proyectaba el ahorro
en lo básico para disponer de dinero para disfrutar de todo
lo que me apeteciera. Me imagino que era una reacción
normal después de tantos años de estrecheces.

Ir a comer o a cenar casi todos los días a casa de mis
padres o de mis tíos se había convertido en una cómoda
costumbre disfrazada de necesidad. Con esta estrategia ahorraba
muchos euros y ellos estaban felices por verme todos
los días.

Ante mí se presentaba una tarea difícil, reconocer a la
compañera de piso ideal. Puse un anuncio en el supermercado
al que acudía a diario a realizar mis escasas compras, y
al día siguiente ya tenía en el buzón de voz cuatro mensajes
de personas interesadas. De las cuatro sólo llamé a dos y me
cité con ellas un sábado por la tarde. Con la más joven quedé
a las cinco de la tarde. Se llamaba Tania, tenía veinte
años y daba la sensación de que buscaba una madre en lugar
de una compañera de piso; además, no tenía trabajo estable,
lo que me provocaba una incertidumbre acerca de si cumpliría
todos los meses con sus obligaciones pecuniarias, por
lo cual, con mi mejor sonrisa, la despaché en quince minutos.

Con mi otra potencial compañera quedé a la seis de la
tarde. Ésta era Rocío, una sevillana salerosa que, además de
tener un aspecto envidiable, atractiva y bien vestida, era tremendamente
simpática y tenía un buen trabajo. Trabajaba
como representante comercial de productos informáticos e
iba a estar dos años en la zona norte, viajando por la misma
constantemente durante la semana, y por lo tanto se ausentaría
varios días a lo largo de ésta. Le interesaba, sin embargo,
tener un domicilio fijo donde descansar los fines de semana
y hacer amigos y conocidos para poder realizar una vida social
y conocer los modos y costumbres del lugar.

Cuando mencionó estos temas, se me abrió el cielo; iba
a estar sola varios días a la semana y me iba a ayudar a pagar
a medias todos mis gastos.

«¡Ésta es la mía!», pensé.

A continuación nos dirigimos al piso. Lógicamente lo
quería ver antes de decidirse. Le gustó. Después de discutir
a propósito de los gastos, llegamos a un acuerdo final y quedamos
para que al día siguiente, domingo, se trasladase a la
vivienda.

Como yo no tenía nada especial que hacer, me ofrecí a
ayudarla. Rocío aceptó y me indicó la dirección del hotel
donde se hospedaba para que yo fuera al día siguiente.

El domingo a las nueve de la mañana ya me dirigía yo al
hotel. Ella me estaba esperando, se había levantado temprano
para hacer las maletas.

Como no habíamos desayunado, fuimos a una cafetería
cercana, nos metimos entre pecho y espalda unos cuantos
cruasanes y dos colacaos.

Rocío me resultaba tremendamente simpática, su acento,
sus expresiones andaluzas, su actitud tan positiva ante las
cosas.

Pero mi natural desconfianza, interiormente, decía: «esto
no puede ser tan perfecto, llegará el momento en que me
la dé con queso».

A continuación nos pusimos manos a la obra e hicimos
el traslado en un periquete.

Ya en casa nos dispusimos a hacer el pertinente reparto
de obligaciones e intentar crear un horario de uso y disfrute
del único baño que existía en el piso.

Rocío fregaría los platos los días que estuviera en casa
por las noches; el baño y la sala, asimismo, lo limpiaría ella.
Yo haría las limpiezas diarias e intentaría mantener la casa
decentemente en condiciones a lo largo de la semana, cuando
estuviera sola. Respecto al baño no habría problemas,
puesto que nuestras horas de levantarnos a las mañanas no
coincidían nunca, excepto cuando fueran nuestros días de
descanso, cuestión que iríamos solucionando sobre la marcha.
Las habitaciones serían asunto de cada una, que se ocuparía
de su mantenimiento, orden y limpieza personalmente.
El resto de las tareas, que son innumerables (lavadoras, limpiezas
generales, etcétera), las iríamos organizando de forma
natural y cuando lo requiriese, es decir, se quedó un poco en
el aire.

Aparentemente las dos parecíamos ser muy limpias y
meticulosas, organizadas y responsables; sólo el tiempo de
convivencia nos permitiría ver si este maridaje sería exitoso.

Iba transcurriendo el tiempo y la convivencia con Rocío
resultaba fácil de verdad. Muchos días no dormía en casa,
pero cuando estaba era estupendo, una compañía fantástica.
A lo largo de las semanas pasamos de ser extrañas compañeras
de piso a auténticas amigas, de manera que los días que
se ausentaba por su trabajo la echaba sinceramente de menos.

Poco a poco fui dejando de lado a las pocas amigas que
tenía y me dediqué a enseñarle a Rocío la ciudad y los alrededores.
Salíamos de copas, al cine, a dar largos paseos por
el monte. A veces nos acompañaba Gorka.

Rocío estaba encantada con la dedicación que yo le
ofrecía y me invitó a comer a un restaurante:

   —Te quiero agradecer el apoyo que me has prestado, tus
atenciones. No me he sentido sola gracias a ti, así que mañana
nos vamos a comer a algún lugar de estos que hay por
estos lares, comida de cinco tenedores, ¿de acuerdo?

Como soy una buitre descerebrada, en lugar de decirle:
«no, mi amistad no debes pagarla, es altruista, yo también
estoy agusto contigo, tú asimismo me das mucho...» y todo
tipo de excusas, acepté sin pensarlo. Le propuse ir al restaurante
de Tristán Muñoa, famoso cocinero que hacía un programa
televisivo de cocina. Sospechaba que Rocío tenía unos
ingresos elevados. Las cosas le iban muy bien económicamente,
por lo cual mi conciencia no se vio tocada en absoluto
y me dispuse a aprovecharme de la situación.

Nos pusimos nuestras mejores galas, más bien las mejores
galas de Rocío, puesto que me prestó un conjunto de
Donna Karan y un bolso de Calvin Klein. Estaba monísima,
a pesar de que me quedaba un poco justo y la cremallera del
pantalón y el botón no me ataban, pero esto quedaba oculto
por un blusón largo que esperaba no reventar después de la
comilona. Ella iba espectacular con un conjunto de falda y
chaqueta de Miriam Ocáriz.

Llegamos al restaurante en el coche de Rocío; estaba en
un paraje magnífico situado en un monte verde, rodeado de
frutales que en esta época lucían en todo su esplendor. Rocío
estaba impresionada; le encantaban estos paisajes montañosos
del norte, le alegraban el alma, decía ella.

Había bastantes coches en el aparcamiento y, como no
teníamos reserva, existía el riesgo de que no hubiera mesa
para nosotras.

Entramos en el local y una persona amabilísima se dirigió
hacia nosotras:

   —Buenos días, deseábamos una mesa para comer.

   —Han tenido suerte, únicamente queda una mesa para
dos, hoy estamos completos. Síganme, por favor.

Rocío y yo seguimos al muchacho que nos acomodó en
una mesa tan pequeña que nos echábamos el aliento la una a
la otra. Además, estaba ubicada en la línea de paso para ir al
baño, justo, justo al lado de la puerta del mismo. La mesa no
era de lo más acogedor, pero ese pequeño detalle no iba a
estropear el momento.
Nos trajeron la carta y debatimos durante un buen rato
qué es lo que íbamos a comer:

   —Anímate, Yoana, elige tú los platos, que sean típicos de
la zona, quiero probar las exquisiteces de la buena mesa vasca.

   —Mira, Rocío —le dije—, vamos a comenzar con un revuelto
de sisas, que es delicioso, y después...

   —¿Revuelto? ¿Sisas? Mira, niña, para ti pide lo que
quieras, pero para mí pide algo que suene mejor, que sólo
con el nombre a mí sí que se me revuelve el estómago.

La miré un poco sorprendida y le dije:

   —Venga, vale, unas alubias de Tolosa con todos los sacramentos
y...

   —¿Alubias? ¡Quilla! Si me paso toda la semana comiendo
menús del día y alubias, que, aunque no sean de Tolosa...

En este momento viene el camarero a tomarnos nota
del menú.

   —Disculpe —le digo—, todavía no nos hemos decidido.

   —No se preocupen, volveré en unos minutos.

Después de un pequeño rifirrafe, terminamos escogiendo
una alfombrilla de ibéricos extremeños y cordero asado
con verduras de la huerta, todo ello regado con un Albariño.

   —¿Ésta es la sevillana que quiere probar platos de la región?

Rocío, un poco azorada, me pidió disculpas:

   —Niña, es que con toda la pasta que me va a costar esto,
no quiero arriesgarme a probar nada raro, ni tampoco a comer
alubias a precio de marisco.

No pude evitar lanzar una carcajada, contagiando a Rocío,
desembocando ambas en una risa loca y descalabrada.
El postre fue lo único que realmente elegí yo. Era un típico
postre vasco, una deliciosa intxaursaltsa que la dejó extasiada
por su finura y sabor. Asimismo, nos tomamos después
del café una estupenda copita de patxaran.

Cuando nos trajeron el patxaran, nos indicaron que
había una promoción para la cual debíamos cumplimentar
una tarjeta con la que participábamos en un sorteo de un
viaje para dos personas a la República Dominicana. Ni cortas
ni perezosas y entre bromas completamos el billete promocional
y comentábamos:

   —Imagínate, Rocío, si nos toca el viajecito de marras.

   —Sí, Yoana, nos vamos para allá y nos desatamos toas
con los dominicanos.

Cuando acabamos de comer y Rocío pagó la dolorosa,
nos fuimos a casa a echar la siesta. La comida y la bebida
habían sido copiosas y teníamos una modorra que no podíamos
con ella.

La vida continuaba, rutinaria y monótona. Nuestros trabajos.
Mi búsqueda del compañero soñado la había aparcado
momentáneamente.

Transcurridas dos semanas de nuestra típica comida del
país, estando en casa después de comer, leyendo el diario,
veo en un pequeño recuadro, al lado de las noticias locales
de un pueblo del contorno... ¡mi nombre! ¡Con todos sus
letras! ¡Y en mayúsculas!

¡La leche! Mejor dicho, ¡el patxaran! ¡Nos había tocado
un viaje para dos personas a la República Dominicana! Nueve
días con todos los gastos pagados, todo incluido, en un
hotelazo de cinco estrellas.

¡Aaarrrrgggg! El móvil, ¿donde está el maldito móvil?
Tenía que contárselo a Rocío. Estaba tan nerviosa que no
localizaba el teléfono por ninguna parte. No estaba en el
bolso, ni en la mesita del recibidor, tampoco en la cocina,
encima del microondas, donde lo ponía habitualmente.

«Por favor», me preguntaba, «¿dónde anda ese maldito
artefacto?».
Y nunca mejor dicho, porque parecía que había desaparecido
por patas. Busco en el salón, por mi habitación...
«Ojalá que me llame alguien ahora», pensaba, «así por el
sonido lo ubico». Pero nadie llamaba...

Paseaba agitadamente por todas las estancias de la casa
en su búsqueda, pasando una y otra vez por los mismos lugares.
Me doy cuenta de que con los nervios me han entrado
unas ganas de orinar terribles.

«Bien, Yoana», me digo a mí misma, «ve al baño y relájate,
piensa en el último momento en que has utilizado el
móvil».

Voy al servicio y cuando me bajaba las medias, veo el
maravilloso móvil de última generación reposando plácidamente
en la tapa del bidet. Lo cojo y me siento en el inodoro
a la vez que marco el número de Rocío y comienzo a
mear. Con las prisas del momento se me había olvidado
bajarme las bragas.

   —Rocío, Rocío, que me ha tocado, nos ha tocado... el
viaje a... ¡Ostras! ¡Qué asco!

   —Pero Yoana, niña, ¿qué te ha tocado que te da tanto
asco?

   —Las bragas mojadas. ¡Puaj! El viaje...

   —¡Ay, muchacha! No te entiendo y me estás preocupando.
Tranquilízate, por favor, y explícamelo.

   —¡Ja, ja, ja! ¡Que me he meado en las bragas con la precipitación
de telefonearte! Sólo me he bajado las medias —le
decía sin poder parar de reír—. Pero eso ahora no importa.
Nos ha tocado el viaje a la República Dominicana que sorteaba
el patxaran La Andarina. ¿Te lo puedes creer?

   —¡Ole mi niña! ¡Que viva la virgen de Triana y todas las
vírgenes! Nos vamos al Caribe. ¡Guaaaauuuuu! Mañana voy
para casa y hablamos, ahora ve y cámbiate las bragas. No
vaya a ser que te enfríes el...

No me lo podía creer, las dudas y mi desconfianza innata
me hacían pensar que sería un tongo, que nadie se pondría
en contacto conmigo y que esto se quedaría en agua de
borrajas. Pero al mismo tiempo una ilusión progresiva se
apoderaba de mí y veía un sol reluciente, mulatos con grandes
y oscuros ojos, playas de arenas finas, margaritas y ron.

Al día siguiente una señorita muy amable, pero que muy
amable, se puso en contacto conmigo. Sonaba mi móvil, el
maravilloso artefacto, número desconocido, voz desconocida,
mensaje conocido y maravilloso.

   —¿Es usted la señorita Yoana Rivas?

   —Sí, dígame.

   —Soy Beatriz Riesgo y le llamo desde el departamento
de marketing de patxaran La Andarina. Me agrada comunicarle
que es usted una de las ganadoras de un viaje para dos
personas al Caribe.

Ya no escuchaba nada. ¡Qué emoción!

   —Le ruego se pase por la agencia de viajes Buhón de su
localidad para concretar las fechas y para que se le entreguen
los billetes y documentación oportuna. Enhorabuena, y gracias
por consumir nuestros productos. Además le vamos a
obsequiar con una caja de botellas de patxaran y unas camisetas.

Esto va por buen camino.

Al atardecer llegó Rocío. Estaba emocionada y preguntaba
sin parar, no me dejaba contestar y ya hacía una nueva
pregunta; y que si han llamado, y cuándo, y qué te han dicho,
y cómo... Esperé unos minutos hasta que finalizó la
ráfaga de preguntas y le relaté el asunto con todo lujo de
detalles.

Era la hora de cenar; decidimos meter una pizza al horno
y, con unas cervecitas, estuvimos hasta la una de la madrugada
charlando respecto a las fechas en las cuales queríamos
ir, planes y locuras que íbamos a realizar.

Al día siguiente, después de salir del trabajo, fuimos Rocío
y yo a la agencia Buhón.

Nos presentamos allí y, después de esperar un cuarto de
hora, nos atendió una comercial que era más seca que una
uva pasa.

   —Hola, buenas tardes, soy Yoana Rivas, y soy una de las
agraciadas con un viaje para dos personas a la República
Dominicana que ha sorteado patxaran La Andarina.

La chica, en cuya tarjeta identificativa se leía Naia, nos
mira con cara de extrañeza y me dice:

   —No sé de lo que me está hablando. Espere que voy a
consultar. ¡Nerea! —grita la tía—. ¿Sabes tú algo de algún
concurso de patxaran La Andarina?

Y la tal Nerea, que estaba atendiendo a otros clientes en
la otra esquina de la oficina, a grito limpio le contesta:

   —¡Ah, sí! Mira en el archivador rojo, que está ahí toda la
documentación.

Naia se levanta de su silla, acompañando este acto con
un bufido de hastío, y arrastrando los pies se dirige a un archivador
rojo que se encontraba detrás de ella.

Rocío y yo nos miramos, aprovechando que ella estaba
de espalda, e hicimos unos gestos que venían a decir: «¡Qué
lerda!». Después de enredar en el archivador unos minutos,
vuelve con una maravillosa carpeta, se sienta y emite otro
bufido.

   —Su Documento Nacional de Identidad, por favor.

Rebusco la cartera por mi bolso, saco mi carné y se lo
entrego a Naia. Ella hace las comprobaciones oportunas y
nos entrega un documento en el que pone las fechas cerradas
en las que podemos viajar. Nuestro gozo en un pozo: el
viaje es en plenas fiestas navideñas. ¡Por favor! Nuestras familias
no nos perdonarán que no estemos con ellos.

Discutimos acerca de este asunto con Naia, pero no hay
opción. O lo tomamos o lo dejamos, y si lo rechazamos,
«según las normas del concurso se le entregaría el viaje a otra
persona que hubiera participado», lee Naia muy aplicada.
Parecía que la tal Naia estaba disfrutando con todo este
asunto.

Lógicamente terminamos aceptando las condiciones y,
después de recoger toda la documentación del viaje, salimos
de la agencia y nos vamos a tomar un café.

    —¡Qué putada! —dice Rocío.

   —Sí, esto era un chollo, alguna pega tenía que tener. Pero
yo me voy, Rocío, ya me apañaré con mi madre. Esta
oportunidad no la dejo pasar ni loca.

   —¿Sabes qué te digo, Yoana? Que yo también, ¡aunque
me deshereden!