La Aldea del Frío
Descubrí la oferta en una página web: se regala aldea a quien esté dispuesto a restaurarla.
Se trataba de un villorrio, compuesto de doce viviendas, que sobrevivió a la construcción de un embalse. El ayuntamiento en el cual se ubicaba pretendía recuperarlo para reconvertirlo en un centro turístico o cultural.
Contemplé las fotografías e ipso facto un fluido frío me atravesó las venas y peregrinó por todo mi cuerpo. Se turbó el bello de mi nuca, se secó mi boca y una ansiedad venenosa me poseyó. Las casas arruinadas, los huecos de las ventanas y puertas desnudos, me invitaban a indagar en su interior mágico para descubrir las historias que germinaron entre aquellas piedras grises y húmedas. Y reparé que aquellas casas mortecinas guardaban algo para mí.
Seguí leyendo el artículo y averigüé su historia: la aldea había sido centro de comunicaciones por donde transcurría el Camino Real a Castilla. También fue uno de los lugares por donde personas de todo oficio y gremios tenían que pasar con sus mercancías para cruzar el río Miño, y por lo tanto, el pueblo había contado con un flujo de transeúntes que aportaron un dinamismo cultural y económico al entorno durante la primera mitad del siglo veinte. Era uno de los varios nexos fluviales de unión entre dos provincias gallegas, Orense y Pontevedra.
Examine múltiples veces las fotografías y revivía las mismas sensaciones una y otra vez, aquellas paredes asediadas por el musgo y la maleza, aquellas viviendas invadidas por el espeso bosque me hipnotizaban. Miraba y remiraba a través de las ventanas desoladas y procurando descubrir el porqué de esa atracción. Algo apremiante me reclamaba desde aquellas fotos.
Llevaba dos años ociosa. Viviendo de unas rentas provenientes de una suculenta herencia que recibí de mi tía abuela Matilde. Tras percibir el caudal de dicho legado decidí tomarme unos años sabáticos y pedí una excedencia en la empresa en la que trabajaba.
El primer año no cesé de viajar, de insuflarme de nuevas y variopintas culturas, de aprender de los otros, de alimentarme de vivencias ajenas para construir las mía propias, con mis experiencias.
Después me embarqué en algunas aventuras solidarias y aporté mi capacidad personal y material en determinadas organizaciones.
Y un día regresé a mi casa porque una necesidad personal así me lo exigió.
Habían transcurrido cuatro meses de tranquilidad y cierta desidia desde mi retorno. La inquietud por crecer me asaltaba una y otra vez pero no encontraba el camino para hacerlo. La rutina y el aburrimiento me llevaban a estar conectada al ordenador, horas y horas, estudiando, promoviendo relaciones sociales por internet, ¡qué es el escenario más falso y oscuro, más débil y artificial que una se pueda imaginar! Pero inexplicablemente me aferré a ese tipo de vida y me refugié en ese ambiente endeble durante una buena temporada: me enamoré, me desenamoré, creé un gran grupo de amigos que aumentaba y disminuía como una ameba estresada, hice innumerables adquisiciones y compras, y leí, leí muchísimo.
De este modo, curioseando en las redes me encontré con el discreto artículo publicado en un periódico digital del norte, en el cual se hacía este ofrecimiento, que lejos de amedrentarme me atrajo de un modo excepcional y me extrajo de aquella atmósfera rutinaria en la que me había guarecido últimamente.
Rápidamente pasé a la acción, y me puse en contacto con el personal del ayuntamiento. Este muy amablemente me concedió todo tipo de informaciones y oportunidades para que les visitase y viese en primera persona la ubicación de la aldea y, valorase las condiciones concretas para poder acceder a la cesión. Después de conocer los requisitos, comprendí que eran inalcanzables. Tras la cesión sin ánimo de lucro, se requería una inversión cuya cantidad era elevadísima, aproximadamente un millón de euros.
A pesar de ello, ya se había instalado en mí una imperante necesidad de conocer la aldea, y a los pocos días conduciendo mi coche me presenté en Cortegada, un pueblo del sur de Galicia de la provincia de Orense, a cuyo concejo pertenecía la aldea.
No sabía qué es lo que iba a hacer, no sabía porqué me obligaba una exigencia urgente acudir allí, no tenía idea del motivo real que me había impulsado hasta aquel lugar. Quizá fue la sombra con forma femenina que adiviné en las fotografías, en el interior de aquellas casas medio derruidas. Un perfil tenue y tenebroso que sólo veía yo y que se manifestaba, una y otra vez, en cada ocasión en la que yo me detenía escrutadora ante las imágenes. Sea lo que fuere desde luego nada lógico ni racional.
Una vez allí contacté con una persona del ayuntamiento que muy solícita me suministró, nuevamente y de primera mano, toda la información sobre la cesión.
Tras atender sus sugerencias y habiendo ratificado la imposibilidad de liderar aquel proyecto de tan importante magnitud, le expresé mi anhelo por conocer la aldea personalmente.
La empleada me hizo saber que llovía en la provincia desde hacía cuarenta días sin cesar y que el lugar sería un barrizal inhóspito y desolador. Desaconsejaba la aventura.
Su recomendación no prosperó. La curiosidad extrema que se había aferrado a mí, me dominaba; aquella silueta enigmática que se perfilaba en las imágenes, en el interior de aquellas casas, me había embrujado.
Decidí descansar previamente del largo viaje, fui durante unas horas a reposar a un pequeño hotel rural, una discreta siesta fue suficiente. No cesó de llover. El sonido de las gruesas gotas al estamparse contra el recio vidrio me meció durante el plácido reposo.
Me levanté relajada y resuelta a pasar el resto de la tarde en aquel lugar que me seducía implacable. Tras una potente y fantástica merienda partí hacia allí. Me preparé para ir convenientemente protegida con un sólido chubasquero, unas botas de agua y un gran paraguas. Una pequeña mochila con agua y un discreto avituallamiento fueron mi medido equipaje.
Tenía por delante veinte minutos de travesía.
Fue sencillo llegar hasta las proximidades. El inconveniente surgió cuando no encontraba la bifurcación de tierra que me había indicado la funcionaria, pasé una vez por el lugar y no descubrí el cruce que me permitiría arribar a la aldea. Tras caminar media hora decidí dar la vuelta y retornar buscando más atentamente el ramal para acceder al lugar.
Llovía y llovía sin parar. La tarde se cubrió de una espesa y siniestra niebla.
No atinaba con la senda. Volví a retomar la primera parte del trayecto y contrariada decidí detenerme en un claro, al borde de la carretera. Al fondo había unas fincas sombrías cercanas al río y divisé a una señora que caminaba entre ellas con un barreño repleto de ropa sobre su cabeza.
Me dirigí hacia ella.
-Señora, buenas tardes. ¿Podría usted ayudarme? Estoy buscando la aldea de “A Barca” cuya pista de acceso debe estar por los alrededores.
La señora me observó desde la breve distancia y pude percibir que sus ojos estaban enrojecidos y acuosos. Me sobrecogió aquella mirada triste, entre las más tristes, que yo había reconocido en mi vida.
-Buenas tardes mujer, -contestó parca con una voz desagradable y chillona.
Y desplegó una enigmática sonrisa torcida.
-No para de llover y se está haciendo de noche. ¿Me puede ayudar? -Insistí.
-¿”A Barca”?, -preguntó sorprendida-, es una aldea deshabitada. ¿Por qué quiere ir allí? Está desolada y abandonada desde los años 50. Además la pista de acceso está inundada por las lluvias.
- Estoy bien provista. -Y le mostré con un gesto mi indumentaria.
-Es por aquí, yo voy en esa dirección. Vivo cerca, muy próxima.
-Gracias, ¿le puedo acompañar?, -pregunté cautelosa.
Y mi avidez de saber me incitó a seguir preguntando, sin esperar su respuesta:
-Se marcharon todos por motivo de la construcción de la presa, ¿no es cierto?
-No exactamente mujer, la construcción de la presa en el año 1950 fue el desencadenante definitivo de la decisión de los lugareños de abandonarla. Diez años antes, en 1940, se construyó el puente de hierro que hizo desaparecer el negocio del traspaso con barcas y mucha gente se marchó. Y con la posterior anegación de las tierras de cultivo, por la construcción de la presa, se deshabitó absolutamente. Fueron un cúmulo de circunstancias. Pero no fueron esos los motivos principales por los que se fueron las últimas familias. No, no, -dijo impenetrable y enmudeció.
-¡Ah!¿No? -Dije desconcertada-, ¿y cuál fue entonces?
-Acompáñeme y por el camino recogerá la información que exuda de entre estas piedras.- Alargó su brazo y empujándome levemente me instó a acompañarla, desdeñando mi pregunta.
No comprendo porqué la seguí, ya que su presencia me producía un cierto terror. Tenía mucha curiosidad y reaparecieron automáticamente en mi mente las fotografías entre las cuales había vislumbrado la silueta de una señora, vestida de oscuro, con un pañuelo cubriendo su cabello. Semejante a ella... . Unos recelos me abrumaron al observar la similitud de la paisana con el velado esbozo que había percibido en las fotos.
Llegamos a su casa. Una vieja y destartalada vivienda rural en la rivera del río. Me pareció adivinar que salía humo por la chimenea. Ello me tranquilizó, deduciendo que habría más gente, y el desasosiego que había mostrado apenas hacía unos minutos se mitigó levemente.
La casa tenía un desmantelado pajar anexo que lindaba con el río, se dirigió hacia allí y posó en el suelo la tinaja de ropa que llevaba sobre la cabeza. Percibí que las sábanas estaban manchadas de sangre a pesar de que estaban mojadas y parecían haberse lavado.
La señora me miró y se percató que había visto las ropas y solícita me dijo:
-Fui a lavar estas sábanas al antiguo lavadero de la vera del río. ¿Me podría ayudar a escurrirlas? Si lo hacemos entre las dos, extraeremos el alma de los espectros que contiene y me liberaré.
Procedí a colaborar, desatendiendo la alusión que había efectuado a los espectros, y pensando que estaba absolutamente enajenada.
Yo miraba concentrada las manchas de sangre. Ella detectó nuevamente mi fijación en las prendas y manifestó enigmática:
-Estas manchas no desaparecen nunca, son imborrables.
Turbada, y con pánico, por saber más, procedimos a escurrir los cuadrantes de tela, retorciéndolos con energía. Ella de un extremo y yo de otro.
Terminamos la labor y como el número de prendas era tan elevado quise saber la razón, y con la escasa valentía que me restaba le pregunté:
-¿Y son suyas todas estas sábanas?
-Soy lavandeira. -Me informó con suspicacia.
-¡Ah! Lava la ropa de otras personas. ¿Aún perdura este oficio? ¡Nunca lo pude imaginar! Pensé que este tipo de profesiones se habían extinguido en la actualidad.
-Estas ocupaciones no morirán nunca. Siempre habrá a quien encadenarlas. Para salvar a unos hay que penar a otros -Sentenció.
La miré extrañada, corroborando que no le regía bien la cabeza.
Ella me miró y oscureciendo su rostro y multiplicando sus arrugas, declaró aterradora:
-Soy una irrealidad y solo existo fuera de las mentes de los descreídos, soy una aparición del río, una ánima cuyo hijo falleció en el parto y se enterró sin ser bautizado. Ahora pago mi pena limpiando las sábanas mancilladas con mi propia sangre, las de malparidas ajenas o de aquellos que están próximos a morir. Manchas de sangre que nunca se extinguen, y necesito la ayuda de los vivos para escurrirlas y expiar mi condena para que yo deje de vagar por la rivera del río y pueda descansar en paz, al lado de mi hijo fallecido. Mas la persona que me ayude a apurar el exceso de humedad de estos pliegos de tela debe hacerlo al lado contrario del que lo hago yo, bajo pena de sufrir mi suerte o incluso la muerte. Tú me sientes y me intuyes. Y estás aquí para eximirme de este cruel castigo. Has sido la elegida. Si me hubieses ignorado te habrías salvado. Ahora tu destino depende de tu cooperación.
Tras esta declaración se esfumó y dejé de percibirla.
Unas sólidas gotas de lluvia golpearon mi rostro, espabilándome, e induciéndome a volver a la realidad. Abrí y cerré los ojos y vigilé a mi derredor buscando a la lavandeira.
Me hallaba sentada en una gran piedra adosada a la fachada de una casa derruida. Estaba mojada. Estaba en “A Barca”. Y estaba sola.
Me incorporé y desentumeciendo mis músculos atorados, sentí frío interior, mucho frío, como cuando vi por primera vez las fotografías de la aldea en el ordenador.
Pero el gélido ambiente que se respiraba coexistía con una preocupación que me abrasaba desde que desperté de mi ensueño en la aldea del frío:
¿Cuál fue la dirección en la cual ayudé a escurrir las sábanas de la lavandeira?
El miedo no me dejaba discernir con claridad. El recuerdo difuso del trance me impedía recordar y averiguar la certera respuesta a aquella cuestión.
No supe salir de allí y quedé aprisionada en el delirio y, vagué por la rivera del río buscando a alguien que me ayudase a escurrir las sábanas manchadas por otros para liberarme. Ahora comprendí porque se habían ido todos. Para escapar de ellas.
© Fátima Ricón Silva.
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