LA PUERTA DE
EMERGENCIA
Un espléndido
sol decora la tarde, sin embargo, su brillo exultante no se corresponde con la
tibia calidez con la que debiera acariciar los rostros errantes. Una manta de
frío viento del norte mengua el poder abrasador del astro rey.
Estoy sentada frente al antiguo edificio de la biblioteca
municipal, un vetusto inmueble de ocho pisos de los años setenta con amplios
ventanales. Me hechizan sus ventanas, sobre todo las que se ubican en el último
piso que han despertado una fascinación especial en mí. Sus reflejos verdes
metálicos me han atrapado y no puedo apartar la mirada.
El contacto de mi cuerpo, cubierto tan sólo por una fina
gabardina, con la superficie helada del banco despierta el vello alojado tras
mi nuca que se eriza como la cola de un urogallo altanero. Me atuso el cuello
de la prenda abrigando mi desamparo. Estoy desnuda bajo mi viejo gabán beige.
Sí, desnuda.
Entre mis manos retoza un sobrecito de azúcar que encontré
en el fondo de uno de los bolsillos de la prenda que envuelve mis temores y mis
deseos. Lo hago rotar entre mis dedos, nerviosa, una y otra vez y, con
frecuencia, por enésima vez leo y releo la breve mención que está escrita en su
reverso: “La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla”.
El café al que endulzaba esta mentira lo degusté hace mucho
tiempo. Cuando leí esta cita ratifiqué
mi gran dilema, puesto que yo siempre quise comprender la vida, entender qué
hacía yo aquí, averiguar porqué detestaba el hecho de haberme obligado a nacer,
indagar la razón por la cual desde que me engendraron mi único objetivo, como
el del resto de los mortales, es dejar fluir el tiempo hasta que lleguemos a la
parada donde la muerte nos está aguardando. No deseaba vivir sin comprender,
tampoco quería comprender para vivir, quería comprende mi sin vivir.
Nací con mala hostia. Me crié huraña y solitaria.
Actualmente con veintiocho años y a punto de finiquitar mis estudios de
medicina, discerní que tenía que clausurar mi historia.
Siempre había cerrado las puertas que atravesaba, temía que
al dejarlas abiertas una cadena de recuerdos, experiencias y comportamientos
cosidos con los hilos de la existencia me zurcieran las ganas de comprender. Me
sobraban los lastres, perpetuamente anduve ligera de contenidos e hice lo que
me dijeron que tenía que hacer. Había mostrado al enjambre que pululaba en
torno a mi persona que si quería podía simular que vivía. Estudiaba, hacía
deporte y leía, fingía que me interesaba por los derroteros que acontecían en
el mundo y sus pobladores, cumplía los cánones impuestos por la sociedad y la
familia. Se me pegaron al pellejo, como un engrudo, las normas a respetar.
Mis relaciones sociales eran tan precarias y escuetas como
indeseables por mi parte.
Todos los que decían quererme se acomodaron a mi carácter
singular y a mi rígida forma de ser.
Ayer por la tarde me examiné del último examen de la
carrera, con unos rendimientos universitarios soberbios, como es habitual. Los
óptimos resultados académicos que esperaba obtener eran un legado para mis
padres: alumna cum laude en Ginecología y Obstreticia. Paradójicamente
frente a mi desidia ante la vida estudié la carrera de las bienvenidas a los
nuevos seres, de la apertura de futuros. Un capricho de mi mente retorcida y
desahuciada.
Y aquí sigo, con el trasero helado y manoseando el sobrecito
de azúcar. Mirando la fachada de la biblioteca.
Me decido por la ventana central del último piso, es las más
amplia, de doble hoja cuarteada por media docena de vidrios cada una. Parece
una cómoda y fiable puerta de emergencia.
Ahora me asaetean dudas, pero dudas superfluas y
descabelladas. ¿Por qué no me he puesto ropa interior? Quizá este gesto
excéntrico sea una extravagancia. Pero necesito esa desnudez que me reconduce
al origen, al principio de todo, al día de mi nacimiento.
Reparto las fuerzas por mis extremidades, y estrujando el
cinturón del gabán lo ciño hasta lo impensable en mi menuda cintura,
incorporándome y dirigiéndome a la puerta de entrada de la biblioteca.
No tomo el ascensor, subo andando hasta el último piso.
Quiero dilatar el momento, saborear los preliminares de la ceremonia para
recobrar mi voluntad. Llegada a la última planta observo tres puertas abiertas
que conducen a tres salas de lectura, penetro por la central y precisamente
enfrente descubro el ventanal que pretendo.
No hay nadie. Es muy temprano. Estaba premeditado, había
comprobado en numerosas ocasiones que a primera hora de la mañana se indigestan
los autores clásicos, los cuales forraban las paredes de aquella estancia
aposentados en docenas de anaqueles deformados por el peso.
Atravesé el espacio que distaba hasta la ventana y miré a
través de ella. Un exiguo conjunto de
personas caminaba por la acera, sin rumbo, con prisas, consumiendo el
tiempo para llegar al final.
Desanudé el cinto de mi gabardina y ésta se deslizó hasta
mis pies, acariciando mi despecho y el ansia de llegar a la meta, mi meta.
Abrí la ventana. El pasador estaba herrumbroso y se
encasquilló. Forcé el travesaño y con un sonido desafinado y un aroma ferroso
logré desaprisionarlo de la atrofia que lo paralizaba. Descubrí ante mis ojos
el paisaje de la excarcelación, el camino para la huida. Exploré escrutadora mi
puerta de emergencia vital.
Me encaramé al alfeizar y temblando de emoción me lancé al
vacío.
El regalo de la vida que nunca quise aceptar lo restituía.
Desnuda como vine, partía. ¿Egoísmo? ¿Cobardía? No. No simpatizaba con la
obligación de vivir sin querer vivir. Nunca padecí ningún tipo de trastorno
psíquico. ¿Acaso no es una forma honorable de evadirme de esta situación
dolorosa y lacerante? Es un procedimiento limpio de alejarme de una vida que ni
sé, ni quiero saber manejar. No buscaba dejar de sufrir puesto que no sufría y
provoqué mi propia muerte para llegar antes. Como salida de emergencia.
Me fui porque quería irme. Sin más. Sin existencias
depresivas ni tendencias suicidas.
No lo hice antes porque cuándo era niña pensaba que después
de estar muerta iba a despertar y seguir viviendo, que era como echarse una
siesta. Esperé. Aguardé hasta que arribé a una encrucijada de caminos e
ignoraba cual tomar.
Un golpe sordo me fracturó el pensamiento. Mi cuerpo
desmadejado se quedó cubriendo el empedrado del pavimento. Las personas se
arremolinaron a mi alrededor. Escuchaba retazos de conversaciones, pasos, prisas, primeros auxilios, nervios,
llamadas...... , atormentada intenté decirles que no se ocupasen ni se
preocupasen por mí. Que cesaran en sus intentos por hacerme sobrevivir. Mas no
podía hablar.
Esgrimí una sonrisa de triunfo. Presentía que sucumbía.
Dejé de escuchar. Me olvidé de mirar. Completé mi último
suspiro, transparente cual una despedida sedosa, regocijándome en la propia
maestría por acabar. Dejé mi sentir adormilado en una penumbra exquisita que me
envolvía y me sedaba.
Como una luciérnaga hembra me iluminaba para atraer la
muerte para que copulara con mi espíritu y me arrastrase a su lecho.
Se acabó esta calamidad tóxica que jamás codicié.
Encaminada.
Una fosforescencia cegadora me llegó desde un letargo
apático. Estaba muerta. Por fin.
Escuché voces y entre abrí los párpados levemente. Una
lámpara blanquecina me sacudió el ánimo. Una lágrima seca, de derrota, me
abrasó el aliento que todavía me quedaba.
Fracasé.
Ahora deberé aceptar la sentencia y continuar la senda
penosa de la vida y elegir alguno de los caminos.
La puerta de emergencia no tenía salida. Tampoco tenía
entrada era tan sólo una abertura cerrada, un paso ciego, una ratonera como la
vida misma.